miércoles, 3 de agosto de 2011

Siria, Libia y las vergüenzas de occidente.

Siria es una de las cunas de la humanidad con sus 4.000 años de historia a sus espaldas. Hoy, sus ciudadanos luchan encarnizadamente por su libertad y la democracia tras casi 50 años de férrea dictadura  a cargo del Partido Baaz (Partido del Renacimiento Árabe Socialista) que, desde 1963 gobierna el país con mano de hierro y que, desde 1970 es liderado por la familia Assad, siendo su presidente actual Bashar-Al-Assad, hijo de uno de los tiranos más legendarios de Oriente Medio, Hafez-Al-Assad.

Bashar-Al-Assad
Lamentablemente Siria, no es un país rico. Solo lo es por su enorme patrimonio histórico pero eso a los especuladores y explotadores sin conciencia se lo trae al pairo.  Al contrario que sus vecinos por el este de la península arábiga, sus yacimientos petroleros son de poca monta y, de ahí, que Siria haya pasado casi desapercibida para Occidente –de no ser por sus trifulcas con Israel, como casi todos los países árabes de la zona-, lo que le ha permitido a la familia Al-Assad campar a sus anchas protegidos, en su día, por el antiguo régimen soviético como antagonista de los intereses norteamericanos sobre Israel.

Hoy el pueblo sirio cansado de tanta inmundicia, a la sombra de la Primavera Árabe, se ha rebelado y lucha con palos y piedras contra los tanques del ejército sirio, por una vida justa y libre. Pero mientras la sangre derramada por sus hombres y mujeres mana por las calles de las ciudades sirias, los que dicen dirigir el mundo –teledirigidos por sus mercados financieros-, siguen debatiéndose entre cafés sobre que hacer al respecto.

En Libia, las decisiones fueron más rápidas. Mal gestionadas, mal dirigidas, enrevesadas, pero más rápidas. Dos factores determinantes, Gadafi, el sanguinario líder libio, tiene importantes intereses financieros en Europa y Libia es el principal productor de petróleo del Mediterráneo. Los resultados, como casi siempre, nefastos. Se ha actuado mal, sin criterio, sin anticipación, sin previsión, sin organización, sin intuición política y sin un correcto despliegue militar. El proceso está enquistado, como si se tratará ya de una costumbre como ocurrió en Irak, Afganistán, Somalia y un largo etcétera que haría interminable la lista.

Nadie pone en duda que en Libia se necesitaba también prestancia, pero no se puede acometer una operación de este tipo sin contar primero con la colaboración, determinación y arropo de la oposición al sanguinario régimen de Gadafi. Y hay que actuar con la rapidez y precisión quirúrgica necesaria, desde el punto de vista militar para desalojar al tirano y, desde el punto de vista político, asegurar la gobernabilidad del país dentro de un orden democratizador hasta una convocatoria inmediata de elecciones donde el pueblo vea refrendados sus deseos.

Y así podíamos seguir hablando de otros muchos casos, Arabia Saudí por ejemplo gobernada por una sanguinaria monarquía feudal protegida por sus petrodólares (no en vano es el primer productor del mundo) o, por trasladarnos a África el caso de Nigeria, el principal productor africano del negro elemento (11º. en el ranking mundial), cuya población deambula en la miseria con una esperanza de vida de las más bajas del mundo.

¿Cómo no podemos más que indignarnos de ver a estos, nuestros politiquillos de tres al cuarto, que desde la opulencia de occidente se pliegan una y otra vez ante la riqueza y el poder de unos cuantos y en contra de los deseos de sus respectivos pueblos que les prestaron su confianza para construir un mundo mejor para todos?

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